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Y al tomar el puñal, con disimulada sorpresa, notó que no quedaba en él la minima huella de sangre.

Como todo criminal precavido, Marcet dirigió la mira- da profunda y escrutadora á la del señor Moore, y no no- tando en él nada que pudiera hacerlo sospechoso, volvió á su casa con el puñal, sin recordar que Alzaga no lo había empleado en el asesinato de Alvarez, :

Sus cómplices llegaron poco más tarde, como lo habia indicado Marcet. Resolvieron enviar unos sirvientes con agua y cal á la casa del crimen y restregar con esponjas, que compraron, las manchas de sangre que quedaran hasta hacerlas desaparecer...

Marcet erela que con esto bastaba, y pasados unos días, Arriaga devolveria las llaves.

Los asesinos se hicieron ver esa tarde en todos los cen- tros de reunión adonde tenian por costumbre concurrir.

¿Quién, al notarlos tan decidores y alegres como siem- pre, se hubiera podido imaginar que lo eran?

Cuando alguien extrañó no ver con ellos á su insepara- ble Alvarez, contestó Marcet que no lo hablan visto desde la noche anterior y... esa noche tuvieron la audacia de gol- pear estrepitosamente en la cerrada puerta de la tienda, Mamándolo á grandes voces.

Los tenderos vecinos les dijeron que en todo el día Al- varez no habia vuelto.

—¡Quién sabe...—contestaron ellos chacoteando,—tal vez estará durmiendo la mona que tomó anoche!.. ¡Adiós, Pancho, que te pase pronto! —vociferaron marchándose.

Marcet fingia á las mil maravillas,

Por su parte, Alzaga, no salia aún de su inconciencia alcohólica, bebiendo incesantemente, como si quisiera do- minar los últimos impulsos de su raza, al extremo que Mar- cet se vió obligado á pedirle, por repetidas veces, que no se excediera mós... ¿Para qué? Ya no le era necesario.

El único que los seguia y obedecia ciegamente, pero siempre con estremecimientos de horror, era Juan Pablo Arriaga, llegando al extremo de mostrarse desesperada- mente arrepentido á sus cómplices.