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dió Marcet, colocándoselo en la boca al cadáver sostenido ya en la tartana por Arriaga y Alzaga.

Y siguiendo las fingidas burlas y chacotas, marcharon hacia la quinta de Barracas.

Afortunadamente para ellos, no encontraron, en el lar- go y enlodado camino, ni un alma.

La noche seguía lluviosa y sólo los alumbraba, de cuando en cuando, la luz siniestra de los lejanos relám- pagos.

Y entre aquellas burlas sangrientas al cadáver del des- graciado Alvarez, que Marcet prodigaba más que los otros, llegaron á la quinta.

Alzaga bajó y entró.

Un mastin salió á su encuentro, ladrando furiosamente; pero Alzaga, á quien debió reconocer, lo tomó del collar y Jo ató á su cadena.

Poco después volvía á la calesa. Los peones dormian, y como era invierno no había alli nadie de la familia.

Sin hablarse, entraron con la calesa y se dirigieron di- rectamente al lugar donde se hallaba la noria.

Marcet buscó una cuerda: la encontró: la misma tal vez con que el peón aquel midiera la profundidad del pozo.

Entre los tres ataron á ella una gran piedra é hicieron, con el extremo, lo mismo al brazo derecho del cadáver.

En seguida lo soliviantaron y lo arrojaron al pozo.

Se oyó el golpe dado en el agua como chasquido de látigo, y el cadáver, tras la piedra, desapareció rápida. mente.

Luego..., nada: ¡un aullido de perro y tres asesinos que volvian en busca del resultado de su crimen!

Y era la una de la madrugada cuando llegaron al centro

Alzaga llevó la calesa á la caballeriza de Moore...

Alli cerca: ya no la necesitaban y no era prudente que los vieran én ella.

Se reunieron de nuevo y marcharon por la calle de Bolivar hacia la plaza.