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—¿Eh, qué tal?.. Estas flores vienen aqui perfectamen- te. No te quejarás, «galleguito»—añadió dirigiéndose iró- nico al cadáver de Alvarez, cuyos ojos, abiertos aún, des- mesuradamente abiertos, en su mudo lenguaje parecian maldecir á sus asesinos.

Marcet notó que Arriaga temblaba.

— ¡Cobarde! -—le dijo.—¡Para esto se necesitan hombres de pelo en pecho y no los pusilánimes como tú!

—¡Es que—barbotó Arriaga con desesperada protes- ta—si yo hubiera sabido que ibamos á llegar á este ex- tremo!..

—¿Y qué hacerle, Juan Pablo, qué hacerle?—le replicó Alzaga, que no salia de su impasibilidad siniestra.

—¡Pues ya lo sabes—le dijo Marcet con su mirada te- rrible—y cuidado que no se te vaya á escapar ni una pala- bra, ni un gesto sospechoso, porque al que nos delate le pesará lo mismo y... ¡andando!-—agregó como podria ha- cerlo un capitán de bandoleros á sus subordinados.

— ¿Dónde vamos?— preguntó Arriaga más dominado aún por aquella mirada terrible.

—¡A pescar mojarritas!..—exclamó Marcet en tono de burla sangrienta al repetir la frase que tanta gracia le hiciera al desgraciado Alvarez.—Vamos á la quinta de la familia de Pancho á darle sepuitura en la noria.

Y entre los tres tomaron el cadáver y se dirigieron con él hacia la escalera.

Marcet apagó la luz, y mientras bajaban, á tientas, les segula dando instrucciones á sus cómplices sobre lo que tenian que hacer hasta llegar á la quinta.

Lo subirían en la calesa como si estuviese borracho; lo colocarian, para que no se cayera, entre Alzaga y Arria- ga. Marcet dirigiria el caballo; pero, cuidado, habia que demostrarse alegres y jaraneros por si encontraban á al- guien en el camino. Y asi se hizo.

—«¡Vaya, Alvarez, que turca lleva usted!»

—«¡Arriba, hombre, arriba!»

—«¡Tome, fume ese cigarro que le he encendido, por- que está usted tan borracho, que no puede hacerlo!»—aña-