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—¿Dónde está Alzaga? —preguntó Alvarez á los dos «amigos» que se habian apoderado de su persona,

—¿No le he dicho que está arriba?—le contestó Marcet con bronca voz impositiva.

—No-—replicó él resistiéndose,—ahi no está Alzaga. Déjenme salir... Lo suplico...

—¡Eh, basta de zoncerias! Le repito que Alzaga está arriba...—dijo Marcet.

—¡Alzaga! - gritó Alvarez con angustia...

—Suba no más, tocayo, suba quu aqui estoy yo aguar- dándolo—le dijo entonces Alzaga apareciendo en la esca- lera y alumbrando con la amortiguada luz de una vela de sebo que llevaba en la mano.

—¡Ah!, pues si está usted, tocayo —contestó Alvarez, como si todo el temor que sintiera se le hubiera desvaneci- do,—no tengo inconveniente en subir, aunque es extraño ..

Y Alvarez, seguido de Marcet y de Arriaga, subió.

Alzaga lo aguardaba alli en el último tramo, pálido, ojeroso; pero impasible, con esa fria impasibilidad de los borrachos que observan y obran impelidos por la fuerza del alcohol: con ese brillo siniestro en la mirada que refle- ja la maldad del instinto salvaje.

Pero tal era la conmoción de que se hallaba poseido, que Alvarez no se fijó en ello al encontrarse al lado de aquel hombre que tanta admiración, cariño y confianza le inspiraba.

Pronunció algunas palabras, y volvió á su rostro su habitual alegría.

Penetraron en la sala y notó que ésta estaba completa- mente á obscuras y sin un mueble.

Alvarez interrogó á Alzaga, que marchaba delante:

—¿Dónde está su amigo? ¿Dónde está el piano?..

-—Más adelante, tocayo, más adelante...—le contestó Alzaga, marchando siempre hacia la pieza contigua, se- guido de Alvarez, y éste de Marcet y Arriaga; pero tam- poco en aquella habitación había muebles ni luz.

—Más adelante..., más adelante... —repetía Alzaga con voz pastosa y señalando á la otra pieza,