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doblar por la calle do la Piedad, hacia el Oeste, según se lo habia indicado Marcet á Arringa, éste eludiendo contes: tar á las preguntas que continuamente le hacia Alvarez.

La noche estaba obscura y apenas se vislumbraba la amortiguada luz de los faroles lejanos. Sin embargo, al desembocar á la calle le Esmeralda tres personas, quo también lo hacian hacia el Este, debieron reconocer á Arriaga, porque mientras los dos amigos doblaron sin de- tenerse, una de ellas, que era mujer, y mujer joven, dijo:

—Ahi va Arriaga y no nos ha conociáo, puesto que no nos saluda.

—Si, pues: no nos habrá conocido—le replicó otra.

Alvarez y Arriaga llegaron á la casa, cn cuya puerta estaba Marcet.

—Ya hace rato que Alzaga os está esperando—les dijo. —Subamos de una vez.

Alvarez fué á entrar, pero se detuvo.

—Que obscuro está esto— dijo.

—Si—le contestó Marcet, —está obscuro porque ya se han llevado todos los muebles. No queda más que el piano.

Alvarez entró, y cuando ya había subido algunos tra- mos, Marcet cerró los pasadores de la puerta, mientras Arriaga empujaba á aquél hacia arriba.

Alvarez volvió á detenerse al verse envuelto en aque- lla densidad sombría y sentir el chirrido de los pasa- dores.

De pronto se sintió poseido de un presentimiento ho- rrible.

Recordó que Arriaga casi no hacia caso de sus pregun- tas; que tanto su semblante como el de Marcet, por lo que pudo vislumbrar en la puerta, tenian un aspecto tétrico como jamás les habia visto.

¿Qué era aquello?

¿Seria una emboscada?

—¿Por qué cierra?—le preguntó á Marcet.

—Ocurrencia sería dejar la puerta abierta—le contestó éste bruscamente.