Y marchando de un lado para otro, Marcet se detuvo una tarde ante un pozo sin brocal, ó mejor dicho, ante un pozo rodeado de grandes piedras y con una boca enorme, alejado de la casa.
Era una vieja noria de la que ya no se hacia uso. Mu- cho debió llamarle la atención, porque después de obser- var gran rato le preguntó á uno de los peones que allí estaba:
—¿Y hay mucha profundidad en ese pozo?
—Según —le contestó éste;—pero la suficiente para que se pueda ahogar un cristiano, si por desgracia se ca- yera ahi.
—¿Cómo «según?»
—Si, señor, como el agua es manantial, unas veces sube y Otras baja; pero siempre queda la suficiente para que pueda acontecer lo que Dios no permita.
—¿Y qué profundidad ticne cuando «baja?»
—Cuando mucho, tres varas. Vea—añadió el peón, to- mando una cuerda que alli habia y atando á ella una pie- dra,- ahora ha bajado y le voy á mostrar...
Y uniendo la acción á la palabra, arrojó la piedra que tardó en llegar al fondo algunos segundos. Luego, tiró de ella y midió con los brazos la parte mojada.
—Ya ve—le dijo, después de haber contado: — cuatro brazados; hay para ahogarse un gigante.
Marcet aprobaba con el gesto, observando detenida- mente la operación de medir...
Volvió al lado de sus amigos á quienes Alzaya, en ese momento, ponderaba las cualidades de tal ó cual caballo.
—¿Siempre con el mismo tema?—les preguntó fastidia- do de aquello y cambiando de fisonomia, como si hubiera descifrado un gran problema.—¿Saben lo que más me gusta de esta quinta?
—¿Las naranjas?—le preguntó Alvarez, riendo.
—No, amigo.
—¡Ah!, ya sé: ¿lo lejano que está de la ciudad y que nos proporciona la satisfacción de que nadie se entere de nues- tros holgorios?