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Ya en el último tramo gritó desde alli Marcet:

—¿Qué hay, vecino? ¿Qué le pasa?

—Acuda usted, señor Marcet, acuda usted. Pasa que me hallaba durmiendo, cuando me desperté y vi que alguien abría las puertas de la ventana... ¡Ladrones, señor Mar- cet, ladrones!-—le dijo el llamado Velarde, asomando la cabeza por aquélla.

—¡Qué ladroues, señor don Jacinto!.. Estaria usted so- ñaudo cuando daría la coincidencia de que el viento le abriría la ventana... Yo y estos señores acudimos en se- guida que usted gritó, y no hemos visto ni la sombra de un bulto. ¿Por dónde han podido entrar ni escaparse esos la- drones imaginarios? ¡Vaya, vaya, don Jacinto, que habia sido miedoso!

—Si, miedoso; pero que me sirva de prevención: no vuelvo á dejar la ventana abierta aunque me muera de calor. Dispense, señor Marcet y ustedes señores...

Aquel lance sirvió de chacota al día siguiente en los circulos de café, tiendas y pulperias.

¡El pobre don Jacinto habia soñado!.

No lo fué tal para aquellos amigos que asi se prepara- ban á entrar en el segundo escalón del crimen, como hu- biera dicho algún moralista melodramático:

—Luego el robo... Y después...

—Pero, ¿sería cierto que se trataba de robar?—se pre- guntaban atónitos Alzaga y Arriaga, cuando al dia si- guiente se les disiparon los humos del alcohol.

¡Oh, aquello hubiera sido espantoso!

Tuvieron una seria explicación con Marcet, y éste, con habilidad prudeute, trató de convencerlos de que sólo se había conseguido lo que se habian propuesto: darle un susto á aquel infeliz. Por lo demás... que no fueran zonzos, en la suposición de que aquel montón de billetes hubiera venido á su poder, sin riesgo alguno. ¿Quién hubiese podido suponer que ellos habian sido?.. Había que salir de la situación en que se encontraban; corres- ponder á los muchos compromisos que tenían «de cual- quier modo...»