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sino relacionarse con la alta sociedad, con las familias co- petudas, adonde, hombres como Arriaga, Marcet y sobre todo Alzaga, lo presentarian.

Basta, basta de sermones, que él no era un chiquillo y- ya era tiempo de poder divertirse en compañía de perso- nas de pro, y hacer de la suya y de su fortuna lo que le diera la gana... ¡Pues no faltaba más!

Apagó las luces, empujó suavemente á su hermano, cerró la puerta y siguió con Marcet y Arriaga, que lo aguardaban en la vereda, hacia la calle de la Defensa, y... ¡á gozar de nuevo!

Don Angel tomó por distinto rumbo, no sin murmurar:

—Este Marcet, ¡oh!, este Marcet tiene la culpa. ¡No sé que instinto me dice que yo debo odiar á ese catalán mal- dito!

La cena en casa del librero fué espléndida, no escati mándose en ella los mejores vinos y los más sabrosos man- jares, haciendo los honores «misia» Jacoba Usandivaras, que no descuidaba por ello á su preciosa hijita de un año, la que tomaba en sus brazos, de los brazos de la niñera, para mostrársela á su padre con demostraciones de infini- to cariño Es que «misia» Jacoba adoraba á aquel hombre mirándose en sus ojos, sin ocultarse para ello. ¡Y de cuán distinta manera le correspondia aquél!

_ Alvarez quedó maravillado de la cena, y casi enloque- ce de gusto cuando su amigo, su simpático amigo Alzaga, por insinuación de Marcet, lo invitó para una próxima co- mida en Su casa.

¡Cumer él en la misma mesa en que estaría aquella im- ponderable beldad que llamaban «la Estrella del Norte,» la más hermosa de las mujeres!.. ¡Rodeado de aquel boato proverbial de que tanto se hablaba!..

Concluida la cena, se pretextó ir á tomar el café al Victoria, y...

Alzaga le habló á Catalina de aquel convidado, y vien- do la resistencia que ella le oponia, por su avanzado es- tado y porque consideraba «que no estaba presentable,» él la convenció manifestándola que no importaba, pues