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—Se agradece, amigo Arriaga—contestó el comaudan- to Argerich, —pero no me es posible.

—¿Y usted?—añadió Arriaga, dirigiéndose á don Angel.

—¡Yo! —replicó éste como si le hiciera una ofensa: —¡yo no acostumbro á cenar fuera de mi casa, señor dou Juan Pablo!

—Bueno, hombre, bueno, no hay que incomodarse por eso—le contestó Arriaga, para quien no había pasado des- apercibido el tono y el gesto de vinagre de don Angel.

—Y lo quo es Francisco—añadió éste, grave y ceñudo —me parece que tampoco debía aceptar, después de lo ocu- rrido anoche...—sin poder contenerse.

Su hermano iba á replicarle, que era lo que él queria para entrar en controversia; pero lo interrumpió la llega- da de un nuevo personaje, nada menos que don Jaime Marcet, el que, saludando con el gesto al comandante Ar- gerich y sin hacer caso de don Angel, á quien no podia pasar, les dijo 4 Arriaga y á don Francisco:

—Vamos, vamos de una vez, que ya Paucho nos está esperando...

—Soy con ustedes inmediatamente—le contestó don Francisco; —voy á cambiar de traje y en seguida vuelvo — y se dirigió á una escalera que conducia al entresuelo por donde desapareció, yendo tras él su hermano.

El comandante Argerich se despidió de los hermanos Alvarez desde allí, en voz alta, y saludando á Marcet y Arriaga se marchó.

Durante breves instantes se oyeron voces de los dos hermanos, que hicieron reir á Marcet y Arriaga: disputa- ban, y la voz de don Angel tenla ecos de enojo.

Poco después bajaba don Francisco, y tras él don An- gel, con semblante malhumorado: es que no había logrado convencer á su hermano de que aquella compañia le era perjudicial en todos los extremos.

¡Ridiculeces de hombre tozudo, que no veía más allá de sus narices!

El, don Francisco, ansiaba no solamente aquella vida,