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hombres casados, como Alzaga y Marcet, hijo de una de las más principales familias el primero y entroncado el segundo en la familia de una dama de las más preciadas en la alta sociedad por el buen nombre de su difunto her- mano y por sus preclaras virtudes.

Tampoco llegaba al colmo que Juan Pablo Arriaga, aquel mozo que tanto codiciaba las casaderas niñas hones- tas, por su elegancia y finura de hombre lindo, anduviera en esas incorrecciones, porque al fin era soltero...

No; lo que más llamaba la atención era la conducta del tendero y prestamista de la Recoba Nueva; de aquel don Francisco Alvarez, modelo de buenas costumbres; aquel correctisimo y acaudalado comerciante, de quien nadie pudo decir, hasta entonces, que tuviera gatuperios amo- rosos; que merendaba en Catalanes y cenaba en el Victo- ria, abriendo y cerrando su negocio, todo á una hora fija; que aquel joven, ya machucho, pues su edad pasaba de los siete lustros, aunque no lo confesara, se hubiera «pe- gado» á ellos al extremo de que en todas partes les llama- ban ya «los cuatro inseparables.»

Y ¡qué alboroto, qué asombro y admiración mayúscula se produjo aquella mañana en la que los vecinos lo vieron llegar en estado de «deplorable insostenimiento,» como decian, á la puerta de su tienda! ¡Qué aspavientos y con- jeturas no hicieron al verlo con qué trabajo encontró el agujero de la llave y entró, y como no tenia dependiente, que era articulo de lujo, volvió á cerrar y... á dormir «la mona,» permaneciendo la tienda así todo el dia, cerrada, ante la inconcebible indignación de su hermano don An- gel, que allí llegara, curioso por saber en qué parara lo de la noche anterior y las hablillas malsonantes de los «re- coberos!»

—¡Si ya me lo dije yo!—musitaba el austero hijo de Galicia, que no habia dormido, pensando en lo que le ha- bría ocurrido á su hermano en compañia de aquellos em- pedernidos calaveras de alto tono.

Y golpeaba quedo, y miraba por el ojo de la cerradura, por ver si Francisco le abría y él le echaba una soberana

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