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como tenía por costumbre hacerlo todas las mañanas, — ¿sabes?...—repitió, como si forjara su mentira por primera vez, —después de la reunión en casa de Riglos, se propuso una cabalgata, y como la noche estaba tan linda y tanto me rogaron que los acompañara, me dejé convencer y por eso he pasado toda la noche afuera.

—¿Has venido tarde? Pues no lo he notado..., aunque si, porque mientras estabas en el baño he visto tu cama sin descomponer—respondió ella, siempre indiferente.

Alzaga, sin palabras, la atrajo á sí cariñosamente.

—Haces bien, mi querido Francisco, haces bien—re- puso ella, con la misma indiferencia de siempre, aunque correspondiendo á sus manifestaciones con mayor frialdad que nunca.

¿Creyó ella en la mentira de su marido? La sagacidad instintiva de la mujer es tan maravillosa que en la inten- sidad de aquella mirada leyó Catalina, como en libro abier- to, la verdad de lo ocurrido.

Pero ¿que le importaba?

Era feliz, inmensamente feliz con su lujo, sus numero- sos sirvientes, la admiración que seguia causando su her- mosura en los pocos centros de amigas intimas á que iba, cuando se lo permitía su estado; de sus amigas que concu- rrían á su casa, so pretexto de saber cómo se hallaba, aunque con la «inocente» intención de llevar á otras partes las primicias de sus nuevos trajes, de sus nuevas alhajas, que ella les enseñaba con orgullosa vanidad... ¿Qué más podia desear? ¿La fidelidad de su marido? Se queria dema- siado á si misma para siquiera pensar en ella. Y ante aquella frialdad sin reproches; aquella indiferencia, que no era fingida sino natural, Alzaga volvió á reunirse con sus amigos; repitió aquellos «truenos,» se reconcilió con sus antiguas queridas y adquirió otras nuevas, gastando, á la par de aquéllos ó mucho más, en grandes fiestas á las que sólo acudian calaveras «de la aristocracia» y mujeres mal vistas...

Pero lo que más llamaba la atención de los murmura- dores de la aldea, no era el escandaloso proceder de dos