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cisco, aturdido de verse en tan buena compañía, jaraucra y rumbosa.
—Pues habiendo mayoria, que es la ley de la democra- cia—dijo Azcuénaga,-—venga el rico licor á festejar el acontecimiento. Mozo: dile á Marcos que nos prepare una ponchera con el mejor rom que tenga... y cargadito, ¿oyes? Bien cargadito... Si, para todos —añadió, respondiendo á la muda é insinuante pregunta del mozo.
—Con permiso—dijo eutonces don Angel, levantándose.
—Cómo, ¿se va usted?—le preguntó Azcuénaga.
—Si, ya es tarde...—añadió don Angel, el que, disi- muladamente, empujaba á su hermano para que se fuera con él; pero don Francisco, siempre embelesado, ni caso le hacia.
—Mire usted, don Augel—le dijo Azcuénaga, encu: briendo su malicia con un gesto de confianza,—que yo pago. 2 —No importa, aunque le agradezco su fina atención.
Y dirigiéndose á su hermano, le preguntó con cierta autoridad:
—¿Te quedas?
—Yo, si—contestó don Francisco.—Digo—añadió 1ni- raudo á los demás y en particular á Alzaga, cuyas mane- ras aristocráticas lo aturdian de un modo imponderable, — si no molesto á los señores.
—Pues, adiós... Buenas noches —añadió don Angel bruscamente.
—i¡Qué va usted á molestar, hombre, qué va usted á molestar!.. Al contrario...—le contestó Marcet á don Fran- cisco, sin contestar al saludo de don Angel, el que, al llegar á la puerta de salida, todavía tentó llevarse á su hermano, haciéndole nuevas señas que no dieron resulta- do.—¿No conoces al señor, Alzaga?
—De vista—contestó Alzaga, fijando en su tocayo la mirada indiferente y un tanto burlona.
—Pues aqui tienes nuestro futuro gran banquero: el señor don Francisco Alvarez, acaudalado comerciante de la Recova.