ed
¿No le seria desagradable?
¡Cuánto le costó el decirselo!
Fué necesario encontrar la ocasión propicia y justamen- te la halló al pedirle que le comprara una sortija de bri- llantes que había visto en el aparador de la joyería de «los ingleses,»
—Mira, Francisco —le dijo, —que es un «antojo»—son- rojando su rostro y sonriendo en los labios con la mirada expresiva, tan expresiva, que Francisco la comprendió: — ¡No habia de comprenderla si él también lo estaba espe- rando!—y expresándola, á su vez, su inmensa alegria la besó eu los labios amoroso.
¡Cómo, á Francisco no le disgustaba que ella fuera ma- dre!. ; que se desfigurara; que su divina cintura se abulta- ra; que su rostro perdiera la nitida coloración de su belle- za; que... ¡Qué desencanto!
—¡Pideme lo que quicras, alma mia—la dijo, —lo que quieras!
Y la sortija adornó en seguida el dedo meñique de su mano derecha.
Tras esta alhaja vinieron otras y otras...
Francisco Ja adoraba aún más si más podía, hasta que notó en ella displicencia, fastidio por aquellos excesos de cariño.
—Tiene razón la pobre—se dijo, con cierta filosofía; — en su delicado estado todo debe molestarla; pero como yo la quiero tanto y no puedo contenerme en mis manuifesta- ciones, lo mejor que puedo hacer es alejarme.
Y desde entonces, ya un pretexto para ir á la estancia de la familia; ya á la quinta de Barracas; yaá las atrayen- tes reuniones de las familias de Riglos, Escalada, Ancho- rena, Lezica, donde, si le preguntaban por «a Estrella del Norte», contestaba:
—Bien de salud, aunque un poco delicada...
—¡Ah!, vamos...—le replicaban sonriendo.—¡Claro!..
Entretanto, Catalina nada le decia; nada le repro- chaba; casi se alegraba de las prolongadas ausencias de Francisco.