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que el paria, sin amor, sin hogar; desconsolado, incons- ciente á ratos, por los estragos dol alcohol, y otras veces, sintiendo abrasar su mano, por el calor de la sangre, aún caliente y humeante de su victima.

Al terminar la lectura de sus páginas y recordar cier- tos cuadros de El crimen de la Noria, que ha escrito usted, señor Barreda, con una ciencia del alma intensisima, y un sentimiento exquisito, no puede uno menos que pregun- tarse, otra vez, según lo induce su pluma de usted, y res- ponderse á si mismo:

—¿Y después?.. Después... ¡Andar y andar, noche y dia, sin descanso, como el judío errante!

¡Cuántas veces detendría su caballo, el insensato, en medio del camino, dando tregua á su agitada carrera, para alzar su mirada en demanda de a!gún auxilio á Dios!..; pero ¡la bóveda celeste le haría estremecer con su impenetrable misterio!

Entonces, como queriendo interrogar á la humanidad, sobre el infortunio que le había labrado su crimen, la ba- jaría á la tierra; pero ésta, más sombria que nunca, le haria vacilar con su profundidad incomprensible. Y asi con el corazón presa de angustia, sin amparo, ¡seguiría audando, entre los dos abismos, al galope tendido de .su caballo!..

Saludo á usted con mi mayor consideración y afecto,

RoDoLro DÍAZ OLAZABAL. Buenos Aires, Noviembre de 1911.

S. C.—Bustamante, 1817.