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triunfo, se hiciera nueva «repartiña» y dispusiera Palomino que descansaran algunas horas para huir en seguida á los escondrijos desconocidos de los blandengues y vecinos ar- mados que deberian venir á batirlos. Y tomadas todas las precauciones necesarias de seguridad por aquellas horas, se entregaron al descanso, confiados en que los centinelas les avisarian inmediatamente que ocurriera alguna no- vedad.
Esa demora era extraña é inconcebible en un hombre tan receloso y precavido como lo era Palomino. Lo más acertado hubiera sido, como se lo aconsejara el mismo Pe- reyra, ponerse inmediatamente á salvo; pero el capitán insistió, asegurando que no vendrían tan pronto..., que aun tardarian y...; es que él quería ver por sus propios ojos, aun arriesgándolo todo, la traición de la india, por- que aún dudaba, aún le parecia imposible... Y si fuera cierto..., oh «canejo,» ya sabria él lo que tendria que hacer...
Y arrebujándose en su manta, se echó junto al tron- co de un árbol, con su trabuco naranjero al lado y es- peró.
Y cuando ya dormían aquellos salteadores y la trému- la luz de la luna alumbraba aquellos solitarios cam- pos, allá, lejano, que iba aproximándose cautelosamente, se arrastraba un bulto, que bien podia ser el de una fiera.
El centinela más avanzado lo observa y se prepara á dar el grito de alarma; pero, del bulto, sale una voz seme- jante al agudo graznido del chajá. El centinela detiene su impulso y fija siempre la mirada en el bulto, deja que se le aproxime.
Se reconocen: es Ipond, la india Ipona que ha servido de guía á los cristianos.
—Bruno Páez—le dice al centincla, en voz casi imper- ceptible; todo está dispuesto para la sorpresa. Los vecinos armados de la Colonia, que se han adelantado á los blan- dengues para tomar desprevenida á la banda, siguen mis pasos: ahi están. Ve á avisar á los «amigos» y ponte con