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Pues... ¡ásu estancia!, que hasta entonces había sido respetada, ¡y á no dejar alli quien se resistiera ni cosa en su sitio!, como decía el capitán.

Lorenzo Salay, que volvió á contestar con su mudo des- precio á las nuevas amenazas de Palomino, reunido 4 los tres pescadores y á Bruno Páez, marchaba á la retaguar- dia, observándolo todo y esperando, como ellos, que tras de algunos de aquellos árboles ó de aquellos matorrales, se les apareciera la india Ipond, haciéndoles la señal con- venida.

Siasi fuera, ellos ya estaban prevenidos: retrocederían, huirían al sitio indicado, mientras aquellos forajidos de la banda, caerían, por sorpresa, prisioneros.

Y seguian hablando en voz baja cuando sonó un pro- longado silbido. No: esa no era la señal de la india; era la convenida del espia que mandara Palomino ade- lantarse para que pudieran atacar la estancia impune- mente.

Palomino dió entonces la orden que les transmitió su teniente, de que apresuraran la marcha y aquellos desal- mados, esperanzados en el nuevo botín, saltaban, más que corrian, veloces por aquellas intrincadas sendas, descono- cidas para otros.

Y he aquí cómo describe el mismo corresponsal aquel nuevo asalto:

«Después del saqueo que hizo de la aldea de las Vibo- ras la cuadrilla de ladrones, pasaron á la estancia de don Francisco Albín, y no sólo robaron cuanto había, sino que destrozaron los muebles y otras especies que no pu- dieron llevarse 6 hirieron á los que les hicieron resis- tencia.»

Y asi fué; pero también el corresponsal se olvidó de de tallar que los bandoleros de Palomino, mandados por éste y él el primero, tuvieron á gala cl pegar fuego á los ran chos, á las parvas de pasto y á los mismos muebles y espe- cies de que habla.

Después volvieron de nuevo á su guarida, allí cerca del Rodeo, donde, en el mayor desorden y vociferaciones de