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no me lo aseguraras con tu cabeza!.. Pues ya me las paga- rás..., ¡gitana!

Y, sin contener la cólera que esa inesperada noticia le produjera, se dirigió adonde estaban los demás bandole ros, unos descansando, otros bebiendo y comiendo ó jugan- do lo que les había tocado en aquella «repartiña.»

—¡Arriba y pronto, canalla! —les gritó.

—¿Qué hay, capitán?—le preguntó Pereira, acudiendo el primero.

—Hay que aún tenemos el rabo por desollar. Hay que el maldito comandante Albin, no solamente manda una fuerza de cuarenta blandengues para batirnos, si no otra de la Colonia, compuesta de vecinos armados al mando del subteniente Casas, y es necesario de que, antes que nos pongamos en salvo y de que lleguen unas y otras fuerzas, hagamos una que sea sonada en la estancia de ese malde- cido comandante... ¡Arre!.., á no dejar alli titere con cabe- za, para que se acuerde toda la vida de la banda de Palo- mino

—¿Cuándo, capitán?

—¡Ahora mismo, «canejo!»

—¡Pues á la estancia de Albin, muchachos! —les gritó el teniente, repitiendo, entusiasmados, los partidarios del sa- queo, incendios y asesinatos:

—i¡A la estancia! —en vociferaciones feroces, esgrimien- do sus armas!

—Y tú—le dijo el sanguinario capitán, clavando la ira- cunda y vengativa mirada en Lorenzo Salay, en tanto los demás seguian en los preparativos de marcha, —mucho cuidado con lo que haces, pues me propongo espiarte y abrasarte las entrañas de un trabucazo si no andas dere- cho,—y se puso á la cabeza de la banda.

Los más iban hablando del nuevo asalto del que se pro- metian grandes despojos. Además, que se trataba de ven- garse por adelantado de «aquel terrible perseguidor,» de aquel comandante Albin, que en más de una ocasión los pusiera á raya y los obligara á esconderse para no caer en sus inexorables garras,