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—Pastante tienes con la zamarra y otra vez me obede- ces sin chistar, porque, de lo contrario, del guantazo que te doy enmudeces para toda tu vida,

—Es que— murmuró el «sacristán,» suspirando hipócri- tamente—ese capote yo lo conservaba porque es un re- cuerdo de familia...

—¿De qué familia?

—¡De la mia, capitán, de la mia! -- afirmó el despo- jado.

—Vaya, chitón, cara de alcuza, y no mientas que ese capote se lo apañaste al cura de Mercedes.

—¡Pues por eso: de la familia, capitán, de la fa- milia!

—¡Apanda la mui, «canejo!l»—gritó el capitán, entre- gándole el capote á Lorenzo Salay, que lo tomó con repug- nancia.

Y dirigiéndose á Juan de la Rosa Suárez, que miraba al joven con fulguraciones de rencor:

—Y tú—le dijo, —dale uno de los dos cuchillos que lle- vas ahi. ¡Pronto, «canejo!»—repitió, con voz de trueno y actitud amenazadora.

Juan de la Rosa Suárez obedeció sin replicar, diciéndo- le al joven, al entregarle uno de los dos cuchillos que llevaba en la cintura:

—Toma, éste ya es veterano y te enseñará el oficio. Con él empecé yo mi honrosa carrera... Maté á una mujer... ¡Ojalá que te sirva para lo mismo!..

—Ahora, Lorenzo Salay ó como te llames, no podrás quejarte de mi hospitalidad —agregó el capitán, en tono de chunga;—sólo falta que te hagamos caballero de la banda cuando lo merezcas por tus hazañas.

—¡Hazañas de bandidos!—replicó el jóven, haciendo un mobin de desprecio.

Palomino lo miró de nuevo amenazador, diciéndole:

—Me gusta el desgaire de tu franqueza y te lo soporto ahora porque aún eres novicio; pero te aconsejo que tomes otro rumbo para en adelante. Aquí y donde yo esté, se oye, se ve y se obedece sin chistar lo que yo mando... ¡Y