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—No lo sé.

—¿Que no sabes dóndo has nacido?

—No.

—¿Adónde ibas?

—Adonde me lleve la suerte.

—Pnes no ha sido mala tu suerte al haber caido en mis manos.

—Será - replicó el joven, cada vez más indiferente y despreciativo.

—¡Cómo!—exclamó Palomino, volviendo á fruncir el ceño, con la mirada amenazadora.

—Tú lo has dicho—recalcó el joven, siempre frio 6 im- perturbable.

—¡Voto á..! ¡Bueno! —repuso Palomino,—ahora tienes que elegir: ó que voluntariamente formes parte de la ban- da ó que to ahorquemos de uno de esos árboles.

—La elección no es dificil —contestó el joven sonriendo.

—¿Cuál?

—La de ser de la banda... «voluntariamente.»

—¡Hola!, ¿parece que me has entendido?

—Asi parece - repitió el joven, encogiéndose de hom- bros

Palomino, que seguía observándolo, debió quedar sa- tisfecho de su contestación, porque, alargándole la mano, que el joven tocó apenas, le dijo:

—Choca, buen mozo—estrechando la suya

Luego, al notar de nuevo su desnudez:

—¡A ver—le ordenó al «sacristán» Mercles:—dale tu capote á ese nuevo compañero!

—Eso es, capitán, desnudar á un santo...—refunfuñó, protestanio el «sacristán,» como si quisiera eludir lo man- dado por el jefe.

—¡Tú santo, animal —exclamó Palomino, - cuando eres el mismo demonio en persona!

Y con gesto imperativo añadió:

—¡Pronto, venga ese capote!

Y uniendo la acción á la palabra se lo arrebató de los hombros, añadiendo:

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