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—Protenderlas acaso, condenado, hacerme creer que entre ese hombre y la Iponá... ¡Iponá que ha rehusado el ser capitana de la banda!.. ¡Pues si tal piensas, ocúltalo, no me lo digas, porque te costaria la vidal ¿Por supuesto que no habrás hecho con ella alguna de tus barbaridades? ¿Que la habrás respetado?

—Respetada ha sido, capitán respondió el teniente con voz insegura y alterado el semblante.

Y bruscamente le mandó Palomino:

—¡A ver, que me traigan ese hombre!

Pocos momentos después el aventurero se encontraba en presencia del capitán de la banda y de los forajidos que lo condujeron allí.

Palomino lo observó y quedó admirado al verlo, por- que, á pesar de su mezquina indumentaria, llamó también su atención en él «ese algo» que diferenciaba aquel hom- bre de los demás. Su hermosura y su altivez atraian de manera irresistible. Palomino siguió observándolo silen- cioso y al notar su talante indiferente, tranquilo, desde- ñoso, casi despreciativo, frunció el ceño y fué á él con aquella mirada de bandido que á tantos habia dominado y dominaba, pero debió resultar lo contrario con aquel joven, porque siguió lo mismo, imperturbable.

—¿Cómo te llamas? —le preguntó entonces, cambiando de gesto y con ademán y voz en que habia cierto mira- miento.

—Lorenzo Salay—contestó el joven, como si ya tuviera la respuesta pronta.

—¿De dónde vienes..., porque tú no eres de esta tierra?

—No, vengo de un buque inglés donde me tenian pri- sionero...—añadió entre palabras exóticas.

—Tampoco eres español y eso se conoce á la legua en tu persona y en tu modo de hablar.

—Tampoco —repitió el joven.

—¿Te escapaste de á bordo?

—Asi parece.

—Tú debes de ser tudesco ó ruso... ¿Dónde has na-