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que los disciplinaba para hacer con él una que fuera so- uada, y tan sonada fué, que luego lo encontraron degollado y con tantos faconazos en el cuerpo que el «escriba» que diera fe se cansó de contarlos.

Eu cambio Bruno Páez, á quien ya conocemos, era «un buen hombre,» á quien el celo de la justicia lo enredó en la muerte de aquella infeliz que asesinara Juan de la Rosa Suárez, y si no hubiera sido por la temeraria audacia y sagacidad inconcebible de la india Ipond, que se lo arreba- tó á los blandengues, sorprendiéndolos, tarde hubiera lle- gado la revisión de su causa cuando se tuvo plena prueba de quién era el verdadero y único culpable. Pues asimis- mo le llegó tarde, pues huyendo, cuando Iponá lo librara de caer nuevamente en manos de la justicia, cayó en cam- bio, como los dos Franciscos, «grande» y «chico,» y José Leche, en las garras del «terrible Curú,» que los obligó, con terribles amenazas, á que formaran parte de aquella banda, de la que no se animaban á separarse por temor á la venganza de los jefes .. Y ya sabian ellos los puntos que calzaban Palomino y su segundo...

La conocida banda en todos aquellos alrededores, des- de la colonia del Sacramento hasta el pueblo de Santo Do- mingo Soriano y Capilla de las Mercedes, se componia de treinta y tantos forajidos... Basta con el «conocimiento» de los dichos, que los demás se hallaban ausentes.