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—¿Por quién?—preguntaron ellos, dudando de las pa- labras de la india.

—Por los blandengues, que ya andan buscando cómo hacerlo.

—No no lo conseguirán, Iponá, porque el jefe y su gente saben pelear, y como tienen escondrijos que los blandengues n> conocen, se ocultarán para que no den con ellos.

—Serán sorprendidos en su guarida, Bruno Páez.

—¿Y quién podrá sorprenderlos cuando tanto vigilan?

—¡Yo! —exclamó la india.

—¡Tú, Ipond, á quien tanto respeta el capitán!

—Si, yo los conduciré sin que ninguno lo note.

—¿Y yo te pregunto, Iponá, porque me tienes admira- do, si «los conquistadores,» como tú les llamas á los cris- tianos, son log enemigos que más aborrece tu tribu, cómo te atreves?..

—Yo ya no pertenezco á la tribu, Bruno Páez—contes- tó Iponá, en un gesto de intima tristeza.

— ¡Qué dices! —exclamaron los cuatro, asombrados.

—Porque pertenezco á ese hombre—añadió ella, seña- lando al joven, con resplandores de vehemencia en la mi- rada.-—¡Soy su esposa, soy su esclava!

—¡La hija de la tribu charrua esposa y esclava de un hombre de nuestra raza! —exclamó Bruno Páez, más asom- brado aún, como los otros tres.

—¡0h, si lo saben los de la tuya, ni él ni tú escaparéis á la muerte!

—Si, Bruno Páez, escaparemos, y vosotros, que no sois malos, nos ayudaréis á conseguirlo.

—¿Cómo?

—¿Estais dispuestos? —repitió la india.

—Siempre que podamos...

—Poneos alerta y cuando, en la noche, oigáis el grito del chajá y me veáis aparecer en la guarida de la banda, es señal de que tras de mi llegarán los cristianos armados. Huid, huid entonces, sin que lo noten y no paréis hasta llegar á San Fernando de Maldonado.