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—¿Y si yo pudiera llevarte á mi pais?
—¿De veras?—le preguntó Ipond jubilosa.—¿No me abandonarás?—agregó, queriendo leer en lo profundo de sus ojos.
—¡Abandonar á mi salvadora!.., á mi esposa .., ¡ja- más!
—¿Y en tu pais serás de los grandes elegidos y tendrás hombres que se prosternen ante ti y te reconozcan por señor?
—Desgraciadamente no es asi, salvadora mia—le con- testó él sonriendo.
—Pues... ¿quién eres?—le preguntó Iponá, dudando de su sonrisa.
—Ya to lo he dicho: un pobre aventurero que corre en pos de fortuna —volvió á contestarle el joven; pero cra tan irónica su expresión; había tanta tristeza en su voz que la india repuso:
—¡Tú me engañas!
—Y qué objeto tendria, mi querida f[pond. Nuestra suerte está unida para siempre. Huiré de aquí y tú ven- drás conmigo; pero antes buscaremos en las entrañas de esta tierra los fabulosos tesoros que esconde. Yo no ignoro que aqui hay minas de oro y piedras preciosas...
—Si, las hay en las sierras de Santo Dvumingo Soriano y en los llanos de sus campos brillan las piedras preciosas y las pepitas de metal amarillo; pero todos esos tesoros, que hay alli y en otras partes, se encuentran vigilados por las tropas del invasor.
—¿Todos?—preguntó el joven, con lentitud y fuerza de expresión.
—¡Todos... no! —replicó Iponá, con orgullo.—La india charrua conoce otros, que brillan en las cuevas de las montañas, allí donde no ha llegado aún Ja mirada devas - tadora del soberbio cristiano; donde se encuentran cón- cavos que, en su fondo, reflejan piedras de hermosos co- lores.
—¡0h mi adorada hija de la tribu charrua, iremos alli! —exclamó entusiasmado el aventurero.—Y mientras yo