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—Yo soy Ipond, la hija de la tribu charrua—contestó eila, con entonación grave y solemne; —la hija de la tribu indomada á los cristianos, los malditos dominadores de nuestra tierra. Yo aborrezco esta raza como la aborrecian mis hermanos y la aborrecieron mis mayores.
—¿Por qué entonces me has salvado la vida creyendo que yo sea cristiano?
—Porque sé Jo que has hecho.
—¿Sabes?..
—Sé que eres un valiente, un héroe como lo fué mi abuelo, como lo fué mi padre, como lo son mis hermanos que ahora gimen en la prisión de los dominadores...—y la india, lanzando un sollozo, continuó soberbia: —sé que has hecho daño á los de tu raza y eso me atrae á ti de una ma- nera irresistible.
—¿Quién te lo ha dicho?
—Mis oídos, mis ojos, mi corazón que no lo intimidan ni esas fieras de nuestros desiertos —añadió, señalando las que estaban inertes.
—No te comprendo...
—Yo huía de la persecución de los «conquistadores» y allá en el mar, del otro lado, vi la batalla de sus buques que vencieron al extranjero, cuyo barco llevaron á remol- que para venderlo... La noche era obscura, cristiano; pero la india que ve en las profundidades de la noche como el jaguar, lo observaba todo desde la orilla desierta. Vió cuando el buque prisionero quedó solitario; cuando un hombre se arrojó desde su proa al agua y cuando las den- sas llamas envolvieron aquel buque mientras que el hom- bre nadaba silenciosamente, con la misma agilidad con que nadamos nosotros, y se dirigla hacia tierra. Tú eras ese hombre. ¿Verdad, cristiano?
—¡Es verdad!—repitió el joven, mirándola admirado.
—Llegaste por fin á tierra y á toda carrera, sin descan- sar, con la misma agilidad con que nadabas, cruzaste el cerro sin que te intimidaran sus bramidos ni te descubrie- sen los centinelas de la cárcel... Corriste por los campos como corre el ñandú en la pradera... Te ocultaste en un