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rostro y de lo andrajoso de suindumentaria, me fijé en ella con mayor atención, para preguntarle, no ya áspero, si no con cierto respeto:

—¿Quién es usted?

—¡Oh!—exclamó, clavando en los mios sus ojos, aque- Mos ojos en los que me pareció entrever un fondo de tris- teza infinita —Si viviera su infortunado padre, don Fio- reucio Varela ó cualquiera de sus tios, don Juan de la Cruz ó don Jacobo, y tal vez si hoy me viera su idolatrada madre, «Héctor,» misia Justa, esa virtuosa señora que también tanto ha sufrido con la resignación de una santa, tal vez no me reconocerian tampoco, convertida como estoy en un montón de huesos y carne enferma, no por los años, pues no soy tan vieja como aparento, no por la mi- seria, sino por la más abyecta do las depravaciones á que me indujo el tremendo aturdimiento de aquel «golpe» te- rrible; el desprecio que injustamente me prodigara aquella sociedad que momentos antes admiraba y ensalzaha mi hermosura. Porque yo he sido hermosa, «Héctor,» si, la mujer más hermosa de nuestra tierra, la más solicitada, la más obsequiada, por su belleza, en todos los centros de nuestra «gran aldea.»

¿Se asombra usted?—añadió, mientras su rostro, aquel rostro amarilloso y enfermizo, parecia encarnarse en relu- cientes buellas paradisiacas del recuerdo feliz.—Bastaria mi nombre, mi verdadero nombre, ó el apodo que me daban, para que la expresión de descreimiento, reflejada en su semblante, se tornase en admiración de creyente.

—Y bien, ¿quién es usted, «señora?»—la volvi á inte- rrogar dándole el calificativo que su actitud me imponía.

—¿Que quién soy yo, «Héctor?»—me preguntó ansiosa, repitiendo mi nombre, y dirigiendo la mirada con recelo á mi amigo Campos, como si no quisiera revelarlo ante aquel testigo, para añadir, con voz que humedecía el llanto:—¡Soy la esposa más desdichada, l1 madre más des- venturada, la mujer más despreciada de esta tierra!.. ¡Soy la esposa del más repugnante de los asesinos, la madre de un hijo que fué mecido en cuna de raso y que, cuando