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—-¡Diablos! —exclamé verdaderamente intrigado, mien- tras el gesto de mi amigo lo demostrara también.—¡Una mendiga que se dice antigua conocida de mi familia!.. Es raro, ó mejor dicho, me parece imposible que sea asi. Lo que debe haber en esto es que esa 4 quien tú llamas men- diga cree acertado ese pretexto para quo yo la reciba y la limosna sea mayor.

—Me ha dicho, señor, que no se trata de limosna.

—¿No? —repuse, más admirado aún. — Pues entonces — añadi algo reflexivo —puede que sea verdad.

Y dirigiéndome á mi amigo le pregunté:

— ¿Qué le parece?

—Me parece, Héctor, que nada se pierde con hacerla venir —repuso mi amigo más impaciente que yo, sin duda, por conocer á la «incognita »—Si ha dicho la verdad, por haberla dicho, y si no, para pasar el rato oyéndole sus mentiras.

— Hazla venir, entonces, Manuel.

Manuel volvió luego acompañando á una vieja de tipo criollo, algo encorvada, harapienta, de rostro color «bistre,» que diría un francés, surcado por repugnantes lacras y sucias arrugas; de labios gruesos en una boca «que debió» ser chica; de ojos que debieron también ser negros y ras- gados; pero que en ese instante tenían un color indefinible por las ramas biliosas que los surcaban, allá en el fondo de dos cuevas violáceas. Cubría su cabeza un sucio manto negro por el que asomaban mechoues de estropajoso pelo gris. Y como me trajo á la memoria uno de los personajes principales de «Los misterios de Paris,» de Eugenio Sué, senti, en el primer momento, haberla hecho pasar, pues su repugnante aspecto me fué desagradable.

—-En resumidas cuentas—la dije, manifestándola en el gesto esa impresión, —dice usted que es una antigua cono- cida de mi familia, y eso no ha de ser cierto.

—Es cierto, señor Varela, es cierto—me contestó ella con un timbre de voz que no correspondia á su aspecto, timbre en el que habia dulzura, firmeza, dignidad tan re- inarcables que á pesar de las repugnantes reliquias de su