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Pero la hora señalada se acercaba y ya se oian los to- ques fúnebres del tambor que acompañaba á las fuerzas y al verdugo que debían ejecutar la sentencia.
Un prolongado murmullo se produce y todas las mira- das se dirigen á la puerta de la cárcel: aparecen los reos: Arriaga sostenido en el brazo del sacerdote, baja la frente y como si murmurara fervientes rezos .. Marcet, cubrién- dose el enfurecido rostro con el cuello y las solapas del saco, profiriendo votos y maldiciones, y oyendo con el ma- yor desprecio las homilías del cura...
¡Conducidos á los banquillos se oyó la orden; sonó la descarga, y dado el tiro de gracia, ambos cadáveres fueron conducidos y elevados en las horcas!
Al día siguiente El Tiempo dió en sus columnas la car- ta siguiente:
«Señores redactores de El Tiempo:
»Muy señores mios: El desgraciado don Juan Pablo Arriaga me pidió encarecidamente en los últimos momen- tos de su vida, publicara los sentimientos de que se halla- ba poseido; y como en mi concepto nada puede decirse que iguale en expresión y vehemencia á lo que, con este motivo, produjo aquel infortunado joven, suplico á us- tedes se sirvan insertar en su periódico el adjunto bille- te, copiado literalmente del que me eutregó al partir al cadalso.
»En él verá el pueblo de Buenos Aires y el mundo todo, á quienes se dirigió, una comportación que le hace tan digno de la benevolencia pública, cuanto lo fué de aver- sión por su delito; que ocupado de sus padres, parientes y amigos, en el trance más amargo de la vida, corre á con- solarlos de un modo singular y modo el más á propósito, que repara la ofensa hecha á la sociedad, ofreciéndose á ella por modelo de escarmiento; y que, descubriendo los sentimientos de su corazón, en orden á la religión, y lla- mándola su único consuelo, hace, en pocas palabras, el más cumplido elogio de ella.
»Quiera, pues, el cielo que el último escrito de don Juan Pablo Arriaga se grabe con carácter indeleble en el cora-
