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alta y aun á gritos, que de las influencias para los jueces, que de la debilidad de los jueces para sentenciar como co- rrespondia á los grandes criminales, «que hoy asesinaban y mañana se les ponía en libertad por la recomendación de tal ó cual prócer,» á propósito de aquel «otro caso...»
—¡Oh, ya verán, ya verán, como el gobierno hace que este asunto quede en agua de borrajas... Tienen muy alto el copete esos ladrones y asesinos para que se atrevan á bajárselo!
Y todos estos runrunes debieron llegar al coronel Do- rrego...¡Oh, si!, llegaron porque día tras día mandaba men- sajes al juez para que terminara de una vez.
¡Por fin, el doctor Cueto le dió traslado al ministerio público, que debia expedirse en la acusación, ya que el hermano desistia de ella!
Era fiscal nuestro glorioso autor del himno nacional, doctor López y Planes, el que, después de estudiar dete- nidamente las constancias de autos, se expidió en una larga vista que concluia manifestando que los reos «se habian hecho indignos de ser tratados como hombres,» es- tableciendo para ellos una pena que los mismos acusados, Marcet y Arriaga, pidieron que se les hiciera pedazos antes de imponérsela: «doscientos azotes por las calles, cuatro horas de vergienza pública y destierro perpetuo.» Para el prófugo Alzaga sólo pedía esto ú¡timo.
Es indescriptible el efecto de reprobación que aquella vista produjo en todas partes haciéndose eco de él las co- lumnas de los diarios y especialmente El Tiempo, que fus- tigó de una manera terrible al magistrado. La misma Gaceta que era órgano del gobierno, decia:
«¡Cómo se concede la vida á unos hombres que el mis- mo fiscal declara que son indignos de ser tratados como tales y se deja en libertad á unos monstruos para que re- sidan fuera de Buenos Aires!!»
Y en los circulos y corrillos, se gritaba: «¡No, no, la horca, la horca para esos monstruos!»
Y la prensa, unánimemente, se hacia eco de ese grito: «¡La horca!»