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sus deseos de provocarlo á un duelo para que no repitiera lo que, en el seno de la confianza, le habría comunica» do Arriaga. Debió entrever en la comisura de sus labios y en el resplandor de sus ojos, un mohin represivo y que aquel mismo gesto se demostraba en los demás; que los demás lo observaban con cierta reserva y, en un arre- bato de cólera y de su ya acostumbrada inconciencia, ex- clamó:

—¡Basta ya de darle importancia á esa «basura!» ¡Si ha desaparecido ha sido porque nosotros lo hemos muerto!.. ¡Estábamos cansados de él! ¿Qué hay?—preguntó, en una transición amenazadora, fuera de sí y desafiándolos, á su vez, con su mirada.

Tan tremenda revelación, hecha por el mismo Alzaga, produjo en aquellos jóvenes el mayor asombro; pero Alza- ga, sin darse cuenta de ello, no se detuvo; siguió y siguió hablando á borbotones. Lo contó todo, todo lo que habia ocurrido, menos el sitio donde habian ocultado el cadáver, porque al llegar ahi cayó en un sillón de vaqueta y ocul- tando el rostro entre las manos, cesó de hablar.

—Desgraciado, ¿qué has hecho?—le preguntó Terra- da, cuando ya habian desaparecido de la sala y mar- chaban en su coche hacia la ciudad, Azcuénaga y sus amigos.

Alzaga se quitó las manos del rostro, giró la vista en torno y clavando la mirada en su amigo, como si desper- tara de un sueño horrible, le preguntó:

—¿Qué he dicho?—como si no se diera cuenta de lo que acababa de revelar, y sorprendido de la ausencia de los otros.

Terrada le repitió sus palabras que escuchó consterna- do. Cuando concluyó Terrada, Alzaga, en el que parecia haberse disipado el mareo alcohólico, le dijo:

— ¡Todo es verdad! Ahora, Carlos, puedes entregarme á la justicia—añadió, lanzando un suspiro que más parecía lamento.

—¿Mo crees capaz de semejante acción? Crees que yo propenderia á la mayor deshonra del nombre respetado