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Montó en él y, primero al tranco y luego al galope, se dirigió á las curtiembres, cuyas «barracas» se encontraban en la Boca del Riachuelo.

Pasó la tarde alli y cuando volvió ya era de noche. Pensaria seguir hacia la ciudad por junto á las barrancas de la Convalecencia y llegar asi á su casa; pero, la fatali- dad, sin duda, de su destino, hizo que se detuviera en la puerta de la quinta de Terrada donde el sirviente, que cuidaba una tartana, le dijo que el «niño» se hallaba en la sala, acompañado de unos amigos que hablan llegado en aquella volanta.

Alzaga bajó del caballo que ató á un poste y entró en la quinta, dirigiéndose á la sala.

Los que alli estaban, en animada conversación, al ver- lo se sorprendieron y callaron.

Entre ellos se encontraba Azcuénaga.

Alzaga debió notar la desagradable sorpresa que su presencia producia pareciéndole incómoda.

Notó aquel silencio que también le pareció significati- vo; que Azcuénaga era el que se demostraba más desagra- dado con su llegada, y sin saludar á nadie, pero encarán- dose cou él, le dijo, sin ocultar á su vez la mala impresión que aquel recibimiento le producía:

—¿Por qué callan cuando yo llego? ¿Acaso estaban ha- blando mal de mi?—le dijo.

—No, Francisco—le contestó su amigo Terrada, dueño de la quinta, yendo á él cariñosamente.—Aqui nadie ha- blaba mal de ti, ni yo lo consentiria. Nos ocupábamos de lo que todo el mundo se ocupa hoy: de la misteriosa des- aparición de tu amigo Alvarez,

—Si, pues—añadió Azcuénaga;—de esa desaparición misteriosa y —repuso con cierta intención—de los extrava- gantes runrunes que en los circulos se propalan.

El semblante de Alzaga se demostró más alterado. Su mirada hosca y profundamente sombria, llegó á concen- trarse con la de aquel joven, que, á pesar de ser su amigo, tan antipático le era.

Debió recordar en ese instante las sospechas de Marcet;