llega un hombre del siglo décimonono a formar a la luz del día lo que nosotros fabricamos en nuestros subterráneos! ¡Pues el conjuro! fusión por veinte días, de una mezcla de sílice y de aluminado de plomo; coloración con bicromata de potasa o con óxido de cobalto. Palabras en verdad que parecen lengua diabólica.
Risa.
Luego se detuvo.
El cuerpo del delito estaba allí, en el centro de la gruta, sobre una gran roca de oro; un pequeño rubí, redondo, un tanto reluciente, como un grano de granada al sol.
El gnomo tocó un cuerno, el que llevaba a su cintura, y el eco resonó por las vastas concavidades. Al rato, un bullicio, un tropel, una algazara. Todos los gnomos habían llegado.
Era la cueva ancha, y había en ella una claridad extraña y blanca. Era la claridad de los carbunclos que en el techo de piedra centelleaban, incrustados, hundidos, apiñados, en focos múltiples; una dulce luz lo ilumina todo.
A aquellos resplandores podía verse la maravillosa mansión en todo su esplendor. En los muros, sobre pedazos de plata y oro, entre venas de
lapizlázuli, formaban caprichosos dibujos,