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Azul...

EL RUBÍ


A

H! ¡Con que es cierto! ¡Con que ese sabio parisiense ha logrado sacar

del fondo de sus retortas, de sus matraces, la púrpura cristalina de que están incrustados los muros de mi palacio! Y al decir esto el pequeño gnomo iba y venía, de un lugar a otro, a cortos saltos, por la honda cueva que les servía de morada; y hacía temblar su larga barba y el cascabel de su gorro azul y puntiagudo.

En efecto, un amigo del centenario Chevreul—cuasi Althotas—el químico Fremy, acababa de descubrir la manera de hacer rubíes y zafiros.

Agitado, conmovido, el gnomo—que era sabidor y de genio harto vivaz—seguía monologando.

—¡Ah, sabios de la Edad Media! ¡Ah, Alberto el Grande, Averroes, Raimundo Lulio! ¡Vosotros no pudisteis ver brillar el gran sol de la piedra filosofal, y he aquí que sin estudiar las fórmulas aristotélicas,

sin saber cábala y nigromancia,

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