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Valera

gusto de la letanía que Baudelaire compuso al demonio; pero, conviniendo ya en que La canción del oro es letanía, y letanía infernal, yo me complazco en sostener que es de las más poéticas, ricas y enérgicas que he leído. Aquello es un diluvio de imágenes, un desfilar tumultuoso de cuanto hay, para que encomie el oro y predique sus excelencias.

Citar algo es destruir el efecto que está en la abundancia de cosas que en desorden se citan y acuden a cantar el oro, «misterioso y callado en las entrañas de la tierra, y bullicioso cuando brota a pleno sol y a toda vida; sonante como coro de tímpanos, feto de astros, residuo de luz, encarnación de éter; hecho de sol, se enamora de la noche, y, al darle el último beso, riega su túnica con estrellas como con gran muchedumbre de libras esterlinas. Despreciado por Jerónimo, arrojado por Antonio, vilipendiado por Macario, humillado por Hilarión, es carne de ídolo, dios becerro, tela de que Fidias hace el traje de Minerva. De él son las cuerdas de la lira, las cabelleras de las más tiernas amadas, los granos de la espiga, y el peplo que al levantarse viste la olímpica aurora.»

Me había propuesto no citar nada, y he citado algo, aunque poco. La composición es una letanía inorgánica, y, sin embargo, ni la ironía, ni el amor y el odio, ni el deseo y el desprecio simultáneos que el oro inspira al poeta en la inopia

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