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modernos, resplandecía el dios Hugo, en la edición de Hetzel—y busqué el aire libre bajo el cielo de la noche. Entonces fué, adorable y blanca princesa, cuando tuviste compasión de aquel pobre poeta, y le miraste con tu mirada inefable y le sonreiste, y de tu sonrisa emergía el divino verso de la esperanza! ¡Estrella mía que estás tan lejos, quién besara tus labios luminosos!

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Quería contarte un poema sideral que tú pudieras oir, quería ser tu amante ruiseñor, y darte mi apasionado ritornelo, mi etérea y rubia soñadora. Y así desde la tierra donde caminamos sobre el limo, enviarte mi ofrenda de armonía a tu región en que deslumbra la apoteosis y reina sin cesar el prodigio.

Tu diadema asombra a los astros y tu luz hace cantar a los poetas, perla en el Océano infinito, flor de lis del oriflama inmenso del gran Dios.

Te he visto una noche aparecer en el horizonte sobre el mar, y el gigantesco viejo, ebrio de sal, te saludó con las salvas de sus olas sonantes y roncas. Tú caminabas con un manto tenue y dorado; tus reflejos alegraban las vastas aguas palpitantes.

Otra vez era en una selva obscura, donde poblaban el aire los grillos monótonos, con las no-

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