La madre mostraba al niño la paloma, y el niño en su afán de cogerla, abría los ojos, estiraba los bracitos, reía gozoso; y su rostro al sol tenía como un nimbo; y la madre con la tierna beatitud de sus miradas, con su esbeltez solemne y gentil, con la aurora en las pupilas y la bendición y el beso en los labios, era como una azucena sagrada, como una María llena de gracia, irradiando la luz de un candor inefable. El niño Jesús, real como un Dios infante, precioso como un querubín paradisíaco, quería asir aquella paloma blanca, bajo la cúpula inmensa del cielo azul.
Ricardo descendió, y tomó el camino de su casa.
VI
Por la noche, soñando aún en sus oídos la música del Odeón y los
parlamentos de Astol; de vuelta de las calles donde escuchara el ruido
de los coches y la triste melopea de los «tortilleros», aquel soñador se
encontraba en su mesa de trabajo, donde las cuartillas inmaculadas
estaban esperando las silvas y los sonetos de costumbre, a las mujeres
de los ojos ardientes.
¡Qué silvas! ¡Qué sonetos! La cabeza del poeta lírico era una orgía de
colores y de sonidos. Resonaban