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Azul...

y bizarro, que húmedos de rocío sus cabellos de mármol, bañaba en luz su torso espléndido y desnudo. Vió un lirio que erguía al azul la pureza de su cáliz blanco, y estiró la mano para cogerlo. No bien había...—Sí, un cuento de hadas, señoras mías, pero ya veréis sus aplicaciones en una querida realidad;—no bien había tocado el cáliz de la flor, cuando de él surgió de súbito un hada, en su carro áureo y diminuto, vestida de hilos brillantísimos e impalpables, con su aderezo de rocío, su diadema de perlas y su varita de plata.

¿Creéis que Berta se amedrantó? Nada de eso. Batió palmas alegre, se reanimó como por encanto, y dijo al hada:—¿Tú eres la que me quieres tanto en sueños?—Sube—respondió el hada. Y como si Berta se hubiese empequeñecido, de tal modo cupo en la concha del carro de oro, que hubiera estado holgada sobre el ala corva de un cisne a flor de agua. Y las flores, el fauno orgulloso, la luz del día, vieron cómo en el carro del hada iba por el viento, plácida y sonriendo al sol, Berta, la niña de los ojos de color de aceituna, fresca como un alba, gentil como la princesa de un cuento azul.

***

Cuando Berta, ya alto el divino cochero, subió a los salones por las gradas del jardín que imitaban esmaragdina, todos, la mamá, la prima,

los

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