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tisfechos y dispuestos para el trabajo, siempre que seamos bien tratados.

Con frecuencia me había llamado la atención la cola tan corta que tenía Oliveros, que no pasaría de seis ó siete pulgadas de largo, y en uno de nuestros días de asueto en la arboleda me atreví á preguntarle qué accidente había sido causa de que la perdiera.

—¡Accidente!—dijo dando un resoplido, y despidiendo fuego por los ojos,—¡no fué accidente! ¡fué un vergonzoso y premeditado acto de crueldad! Cuando era joven, me llevaron á un lugar donde se practicaba esa iniquidad, me amarraron fuertemente, de modo que no pudiera moverme, y cortaron mi hermosa cola con carne y hueso, dejándome en este estado.

—¡Pero eso es horrible!—exclamé yo.

—Horrible, sí! y no sólo fué el dolor, muy grande y que me duró por mucho tiempo; no fué sólo una iniquidad privarme de mi mejor ornamento; sino que me privaron para siempre de poder espantarme las moscas que atormentan mis ijares y mis piernas. Ustedes, los que tienen cola, las espantan sin pensar en ello, y no pueden calcular lo penoso que es tener que aguantarlas picando y picando, sin tener con qué ahuyentarlas. Créanme si les digo que es