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tí sed, y no había una gota de agua que beber. Avanzó la tarde, se puso el sol, y vi á los demás potros acostarse después de haber tenido un buen alimento.

Por último, ya casi de noche, vi á mi viejo amo aproximarse con una criba en la mano. Era un buen señor, con el pelo completamente blanco y á quien por la voz hubiera yo conocido entre un millar de hombres. Su aspecto era franco y bondadoso, pero cuando daba una orden lo hacía en un tono tan firme y resuelto, que todos sabían, hombres y caballos, que esperaba ser obedecido sin réplica. Vino acercándose tranquilamente, sacudiendo de cuando en cuando la cebada que traía en la criba y hablándome con dulzura y jovialidad:

—Vén acá, muchacha, vén acá. ¿Qué es lo que te ha pasado?

Permanecí quieta hasta que estuvo á mi lado; entonces me alargó la cebada, que empecé á comer tranquilamente, pues su voz me había quitado todo el miedo. Continuó acariciándome mientras comía, y al ver las manchas de sangre en mis ijares, pareció muy contrariado.

—¡Pobrecita!--me dijo,—han sido malos contigo.

Me tomó suavemente por las riendas y me condujo hacia la caballeriza, á cuya puerta se