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Al poco rato oímos de nuevo los gritos ¡yo! ¡yo... o... o...!, y el tropel volvía á toda velocidad en dirección á nuestra pradera, precisamente por la parte donde eran más altas las orillas de la vertiente del arroyo.

—Ahora vamos á ver la liebre— dijo mi madre; y no bien había acabado de pronunciar estas palabras, la vimos cruzar como un relámpago, toda asustada, buscando refugio en el pinar. Detrás venían los perros, y al llegar á la orilla del arroyo, una y otros lo saltaron, continuando su vertiginosa, carrera, á través de los sembrados, y seguidos por los cazadores. Seis ú ocho de éstos habían hecho á sus caballos brincar el arroyo inmediatamente detrás de los perros. La liebre trató de cruzar la cerca de nuestra pradera, pero era demasiado espesa, y no encontrando paso, volvió en redondo para tomar la dirección del camino. Era ya tarde para ella; los perros la seguían muy de cerca con sus feroces gritos; oímos de pronto un chillido agudo, y todo acabó. Uno de los cazadores espantó con el látigo á los perros, que pronto hubieran hecho mil pedazos á la pobre liebre, la levantó por una pierna, toda lacerada y sangrando, y todos aquellos caballeros dieron muestras de la mayor complacencia.

Yo estaba tan sorprendido, que por el pron-