lo, Watson. Pensaba en si correría á pie tras del landó ó me prendería de él, cuando pasó por la calle un coche de plaza. El cochero miró dos veces al sucio pasajero que se le presentaba; pero yo salté adentro antes de que pudiera oponerse.
—A la iglesia de Santa Mónica—le dije,—y medio soberano si llega usted en veinte minutos.
Mi cochero hizo correr á los caballos, y no creo haber ido nunca en carruaje con tanta velocidad; pero cuando llegamos ya estaban los otros allí. El cupé de plaza y el landó, con sus humeantes caballos, estaban delante de la puerta. Pagué al cochero, y me precipité adentro de la iglesia. No había en ella un alma, salvo las dos personas á quienes había seguido yo, y un sacerdote cubierto con su sobrepelliz, el cual parecía estar en discusión con ellos. Los tres estaban en grupo delante del altar. Yo me puse á recorrer la nave lateral, como cualquier ocioso que cae por casualidad en una iglesia. De repente, con sorpresa mía, los tres se volvieron hacia mí, y Godfrey Norton se me acercó corriendo tan á prisa como podía.
—¡Loado sea Dios!—gritó.—Usted va á servirnos. ¡Venga usted, venga!
—¿Qué pasa, pues?—le pregunté.
—¡Venga usted, hombre, venga usted! Sólo tres minutos para que sea legal.
Casi me arrastró hast el altar, y antes de