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de Sherlock Holmes

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Al empezará vestirme miré mi reloj. Nada tenía de extraño el que todavía no se hubiera levantado nadie: eran las cuatro y veinticinco. Todavía no había concluído mis preparativos, cuando Holmes volvió con la noticia de que el mozo estaba enjaezando el caballo.

—Quiero ensayar una pequeña teoria—dijo, poniéndose los botines.—Me parece, Watson, que en este momento está usted en presencia de uno de los más rematados tontos de Europa.

Merezco que me lleven á patadas desde aquí hasta Charing Cros; pero creo que ahora ya tengo la llave del asunto.

—Y dónde está?—le pregunté sonriéndome.

—En el cuarto de baño—contestó.—1Oh, sí! No me chanceo—continuó, al ver mi mirada de incredualidad.—Acabo de estar en el cuarto de baño, y de allí la he sacado, y la tengo dentro de esta maleta. Venga usted conmigo, amiguito, y ya veremos si entra ó no en la cerradura.

Bajamos la escalera con el menor ruído posible, y luego nos encontramos afuera en el brillante sol de la mañana. Delante de la verja nos esperaba nuestro coche con el caballo enganchado, sujeto de la brida por el mozo á medio vestir. Subimos, y á escape partimos hacia Londres. Algunos carros iban por el camino, cargados de legumbres para la metrópoli, pero las villas que se alineaban á ambos lados estaban tan silenciosas y sin vida como una ciudad de sueños.