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Aventuras

su cama y cojines del sofá y de los sillones. Con ellos construyó una especie de diván oriental, sobre el cual se encaramó con las piernas cruzadas, con una onza de tabaco fuerte y una caja de fósforos por delante. A la luz débil de la lámpara le vi sentado allí, con una vieja pipa de palo de rosa entre los labios, los ojos fijos sin expresión, en un rincón del cielo raso, envuelto en las espirales del humo azul, silencioso, inmóvil, la luz reflejándose con brillo en sus pronunciadas facciones aguileñas. Así estaba cuando me quedé dormido, y así estaba cuando una repentina imprecación me despertó, y al abrir los ojos encontré la habitación inundada por el sol de verano. La pipa estaba todavía entre sus labios, el humo seguia elevándose hacia el techo, el cuarto estaba lleno de un inmenso olor de tabaco, pero nada había quedado del montón de picadura que la noche anterior tenía Sherlock Holmes por delante.

—Despierto, Watson?—me preguntó.

—Si.

—Capaz de un paseo matinal?

—Seguramente.

—Entonces, vistase usted. Todavía no se mueve nadie en la casa, pero yo sé donde duerme el mozo de cuadra; y pronto habremos levantado la caza.

Se sonreía al hablar, los ojos brillaban y parecía un hombre distinto del sombrío meditador de la noche anterior.