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Aventuras

Estamos en los suburbios de Lee—me dijo mi compañero. Hemos tocado en tres condados ingleses durante nuestro corto viaje: saliendo de Middlesex, hemos pasado por un extremo de Surrey y ahora estamos en Kent. ¿Ve usted esa luz entre los árboles? Ese es Los Cedros, y al lado de la lámpara está sentada una mujer cuyos oídos ansiosos han percibido ya, no tengo duda, el ruido de los cascos de nuestro caballo.

—Pero ¿por qué no maneja usted este asunto desde su casa?—le pregunté.

—Porque hay muchas averiguaciones que hacer aquí afuera. Lo señora Saint Clair ha puesto amablemente á mi disposición dos cuartos, y puede usted estar seguro de que hará una buena acogida á mi amigo y colega. Me repugna encontrarme con ella ahora, Watson, porque todavía no tengo noticias de su marido. Ya llegamos. He, oh, eh!

Detuvo el caballo delante de una espaciosa villa que se alzaba en el centro de un parque.

Un mozo de cuadra había corrido á tener las riendas.

Holmes y yo saltamos abajo, y seguí á mi compañero por el sendero angosto y tortuoso, cubierto de arena gruesa, que conducía á la casa.

Al acercarnos, la puerta se abrió de par en par, y una mujer rubia, de pequeña estatura, apareció en el umbral, vestida con una especie de ligera muselina de seda, con algo de encaje vaporoso, de color rojo, en el cuello y los puños.