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de Sherlock Holmes

puede escaparse, y ha salvado usted la vida de un inocente tan exactamente como si hubiera usted cortado la cuerda en que ya lo hubieran ahorcado. Veo la dirección adonde todo esto apunta. El culpable es...

—El señor Juan Turner!—gritó el lacayo del hotel, abriendo la puerta de nuestra sala y haciendo entrar al visitante.


El aspecto del recién llegado era extraño é impresionante. Su paso lento y desigual y sus encorvados hombros le daban la apariencia de la decrepitud, pero sus facciones duras, profundamente delineadas y muy pronunciadas, sus enormes extremidades, mostraban que poseía una excepcional fuerza de cuerpo y de carácter. Su enmarañada barba, sus rudos cabellos y sus abultadas y caídas cejas se combinaban para darle una expresión de dignidad y de poder; pero el color de su cara era blanco ceniciento, y sus labios y los rincones de las ventanillas de la nariz tenían un sombra azul que me hicieron ver claro que era presa de alguna enfermedad crónica y mortal.

—Sírvase usted sentarse en el sofá— le dijo Holmes con amabilidad.—Recibió usted mi esquela?

—Sí; el guardabosque me la llevó. Dice usted que desea verme aquí para evitar el escándalo.

—He creído que la gente hablaría si yo fuera á casa de usted.

—Y para qué deseaba usted verme?