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—Ninguno.

—¿Le gusta a usted la carne?

—Según...

—Unos filetes mignon...

—¡Psch!

—Unas chuletas de carnero a la Stendhal...

—¡Psch!

—Picatta...

—Prefiero coles de Bruselas.

—Pero eso no es carne. ¿No va usted a tomar nada de carne?

—No sea usted pesado. Pida usted lo que quiera. Ya le digo que me es lo mismo.

—Acaso risotte con setas y cangrejos...

—¿El risotte es un plato de arroz?

—Sí, princesa. Su nombre lo indica...

—Detesto el arroz.

—Podía servírsele a la señora una perdiz asada—aconsejó respetuosamente el maître d'hôtel.

—¡No, no! Me repugna el olor de la perdiz.

El maître d'hôtel le dirigió al galán una mirada de desesperación. El galán, en cambio, nos miró al maître d'hôtel y a mí, como diciendo: «¡Qué encantadora criatura! ¡Qué caprichosilla y qué mona!»

—¡También la perdiz ha fracasado!—suspiró.

Y añadió, inclinándose solícito hacia la dama:

—Vamos, princesa; ¿qué comería usted?

—Si hubiera salmón...

—Muy bien. ¿Y de gundo plato?

—¡Ay, no sea usted pesado! ¡Cualquier cosa! ¡Lo que coma usted!