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pegarle, y le ofrece cierta cantidad de dinero por publicar la noticia en su periódico. La tentación, señores jueces, era demasiado fuerte, y mi defendido...

—¡Señor letrado!—interrumpió, lleno de asombro, el presidente.

—¡Déjeme su señoría continuar!—gritó mi defensor en un verdadero paroxismo de audacia —. Mi defendido escribió la noticia para ganarse el pan. ¿Es eso un delito? ¡Yo os declaro, con la mano sobre el corazón, que no lo es! Turgueniev, Tolstoy, Dostoyevsky, escriben también para ganarse el pan, y no se les procesa. La justicia, señores jueces, debe ser igual para todos. Yo exijo que Tolstoy, Turgueniev, Dostoyevsky sean traídos a la presencia de este tribunal y juzgados con mi defendido.

Tosió, se bebió otro vaso de agua y, llevándose la mano al lado izquierdo del pecho, prosiguió: —Señores jueces: os jura que mi defendido tiene la conciencia tan limpia como la nieve que blanquea en las altas cimas de los Alpes. Es, sencillamente, una víctima de la carestía de la vida, de la miseria, del hambre. Mi defendido, señores jueces, es, además, una de las grandes esperanzas de nuestras letras, y si le condenáis... Pero no, no le condenaréis; no os atreveréis a condenarle... ¡Cuarenta siglos os contemplan!

—El acusado tiene la palabra—dijo el presidente, en cuya faz grave y canosa se dibujó una leve y discreta sonrisa.

Yo me levanté y pronuncié el siguiente discurso: —Señores jueces: permitidme algunas palabras en