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heroico para salvarme. ¿Quién sabe? Su aire era en extremo decidido y se leía en sus ojos un odio feroz a nuestro régimen político y un amor sin límites a la libertad. Tal vez su propósito fuera sacarme a viva· fuerza de la sala, si el veredicto era condenatorio, y huir conmigo a las praderas mejicanas, destinadas por ellos a ser teatro de terribles hazañas mías.

Oí, sin atender apenas, la lectura del acta de acusación. Atraía casi por entero mi atención mi pobre abogado, cuyo aspecto, en aquel momento, era muy parecido al del protagonista de la obra de Victor Hugo El último día de un condenado a muerte.

—¡Valor! —le repetí.

—El señor defensor tiene la palabra—dijo con acento solemne el presidente, terminada la lectura del acta.

Mi abogado, como si aquello no le interesara poco ni mucho, continuó hojeando sus papeles.

—El señor defensor tiene la palabra.

—¡Empiece usted su discurso!—susurré yo, dándole al joven un puñetazo en la cadera.

¿Qué?... ¡Ah, sí! ¡En seguida!—contestó.

Y se levantó. Se tambaleaba. «Este muchacho, pensé va a caérseme encima.»» —Ruego a los señores jueces—balbuceó—que aplacen la vista del proceso.

—¿Para qué?—preguntó asombrado el presidente.

—Para citar testigos.

—¿Con qué objeto?

—Con el de probar que cuando se publicó la noticia de autos el condenado...