res de periódicos, somos, a menudo, objeto de persecuciones... La semana que viene se me juzgará, con motivo de una noticia sobre la barbarie de un oficial de Policía.
—¿Qué ha hecho ese oficial?
— Le ha pegado una paliza a un judío.
—No lo comprendo: si quien le ha pegado la paliza al judío ha sido el oficial, ¿por qué van a juzgarle a usted?
Porque está prohibido publicar noticias de esa índole, que, a lo que parece, menoscaban el prestigio de las autoridades. Sin duda, la paliza ha sido confidencial, no destinada, en modo alguno, a la publicidad.
—Bueno. Me encargo de ese asunto, aunque es difícil, muy difícil.
—Lo celebro tanto. Usted me dirá qué honorarios...
— Los que cobran todos los abogados.
—Le agradecería que fuera un poco más explícito.
—¡El diez por ciento, hombre!
—¿De modo que si me condenan a tres meses de cárcel, usted estará en chirona nueve días en lugar mío?... Estoy dispuesto a cederle a usted el cincuenta por ciento.
El novel jurisconsulto repuso, un si es no es desconcertado: —¿Pero no reclamará usted una indemnización pecuniaria?
—¿A quién? ¿Al tribunal? ¿Al oficial de Policía?
¿Al judío, que, dejándose pegar, ha sido, en cierto modo, la causa de mi procesamiento?