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A la mañana siguiente, cuando aun dormían todos en casa, me levanté y me fuí a la orilla del mar.

Me senté, como de costumbre, al pie de una roca, y me puse a hojear unos libros de Mine Read y de Boussenard.

Todo era en ellos feroces pieles rojas, negros sanguinarios, rugientes leones, majestuosos elefantes, sobre cuyos lomos viajaban, velada la faz, bellas princesas indias. Y se me antojaba que los pieles rojas cantaban concionetas de bulevar, comiendo a dos carrillos huevos cocidos; que los negros bailaban polcas; que los leones saltaban a través de un aro; que los elefantes, dóciles, sumisos, tiraban al blanco con el moco.

Exhalé un profundo suspiro.

Hice luego un hoyo en la arena y enterré en él novelista inglés y al novelista galo.

Terminada la inhumación, me levanté y miré a la remota línea en que se juntaban mar y cielo. Ya no esperaba, como tantas veces, ver aparecer un barco pirata. El niño fantaseador había muerto en mí, y lo había substituído un adolescente dispuesto a adaptarse a la gris realidad de la vida.