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una serpiente venenosa. ¡Y la serpiente no la estrangulaba ni la mordía! ¡Conducta cobarde e indigna, propia de un mísero gusano!

Yo había puesto grandes esperanzas en el león, en ese terrible y majestuoso rey de los animales, que surge, súbito, de la selva y se precipita, carnicero, sobre el tímido antílope. ¡Oh, el león, terror de los negros, azote de los bisontes y los mustangs!

¡Nuevo desencanto! El león saltaba a través de un aro que sostenía el domador; hacía girar bajo sus cuatro zarpas una gran bola de madera encarnada; toleraba que un perro apoyara en su grupa las patas de la teras. No despedazaba al perro, al domador ni al propietario de la colección; no se lanzaba sobre el público...

No es que yo sea sanguinario. Creo, sencillamente, que cada cual debe hacer aquello para lo que está destinado: los pieles rojas deben arrancarles el cuero cabelludo a los europeos; los negros deben devorar a los blancos que caigan en sus manos; los leones deben lanzarse sobre todo bicho viviente.

A decir verdad, yo no sé qué esperaba ver en el barracón. ¿Un león comiéndose a un marinero? ¿Un piel roja que asesinase, para despojarles de las cabelleras, a toda la primera fila de espectadores? ¿Un negro que asara en una hoguera a Slutsky, el acaparador de trigo?

Camino de casa, me dijo mi padre: —He invitado a cenar esta noche con nosotros al propietario de la colección, al piel roja y al negro.

¡Un piel roja y un negro en casa!